El Santo Cáliz, la copa que según la tradición utilizó Jesús en la Última Cena, inició su recorrido en Jerusalén en el siglo I. San Pedro lo llevó a Roma, donde fue custodiado hasta que, en el 258, el papa Sixto II lo confió a San Lorenzo, quien lo envió a Huesca, su ciudad natal, antes de su martirio.
Durante la invasión musulmana en el siglo VIII, el cáliz fue protegido en diversos monasterios del Pirineo aragonés. Pasó por San Pedro de Siresa, luego por San Adrián de Sásabe, sede episcopal del Reino de Aragón, y finalmente llegó a San Juan de la Peña, donde permaneció siglos bajo la custodia de los monjes.
Algunos estudios sugieren que pudo haber estado en la Catedral de Huesca y en la de Jaca, ambas de gran importancia religiosa. También existe la hipótesis de que, en tiempos de peligro, fuera resguardado temporalmente en el Castillo de Loarre, fortaleza estratégica cercana.
A finales del siglo XIV, el rey Martín I el Humano, coleccionista de reliquias, trasladó el cáliz a Zaragoza, guardándolo en el Palacio de la Aljafería. En 1399 lo envió a Barcelona, donde permaneció en la capilla del Palacio Real Mayor. Con la muerte del rey en 1410 y la crisis dinástica posterior, el cáliz pasó a Alfonso V el Magnánimo.
En 1437, Alfonso V lo entregó a la Catedral de Valencia como pago por un préstamo para financiar sus campañas en Italia. Desde entonces, el Santo Cáliz se conserva en la Capilla del Santo Cáliz de la catedral valenciana, consolidándose como una de las reliquias más valiosas del cristianismo.
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